viernes, 24 de abril de 2009

El desván de mi abuela.....


LAZARETO

Uno de mis lugares favoritos era el desván de la casa de mis abuelos en Cadalso. Ejercía sobre mí una atracción inexplicable imantándome casi sin darme cuenta. Con cualquier excusa subía a aquel sobrado de la calle Carretas –donde tanto el suelo como el techo estaban recubiertos de maderas-, a fisgonear cosas ya vistas pero que seguían atrayéndome como si fuera la primera vez. Junto a la escalera –también de madera- dormía un viejo baúl cubierto de polvo y claveteado con remaches metálicos que contenía ropa vieja de épocas pretéritas pero no olvidadas; a mi vista aquellas prendas me evocaban los bailes tan lujosos que tenían lugar en los enormes salones de aquellos palacios medievales que yo contemplaba en las películas del cine Condestable. En un rincón apartado, como si fuera un desván dentro de otro desván, reposaba atractiva aún una cuna de madera donde mis tíos más jóvenes jugaron alguna vez a ser bebés de postguerra y que pocos años después ocupé yo con mi esmirriado, decían, cuerpecito. Mi abuela me narraba mientras jugábamos a adivinanzas durante las largas noches invernales, que en esa cuna me cuidaba mi tía Martina, pregonera entusiasta de mis pequeños progresos infantiles, meciéndome incansablemente (¿sería llorón yo?) a la vera de aquella lumbre roja que estaba llena de troncos apoyados sobre dos morillos relucientes que a duras penas dejaban sitio a unos pucheros que crepitaban alborozados. Pasaba yo unos segundos absorto rememorando como serían aquellos instantes y a fe mía que a veces hasta parecía que la cuna se movía y todo. Al lado de los ventanucos descansaban palos largos que servían para varear las aceitunas en invierno, después sujetarían en el techo de la cocina las viandas provenientes de la matanza que mis abuelos hacían todos los años; comentaba mi abuela que gracias a ello podíamos “salir adelante” aunque yo, a su decir por culpa de mi abuelo, no comía porque él me asustaba diciéndome que el cerdo tenía triquina. Cerca de aquellas varas llamaban mi atención los aperos de labranza, las albardas y los ramales de “Juanita” y “Margarita”, dos burras, la primera más que la segunda. En el centro del altillo, para aprovechar mejor la luz que filtraba el tragaluz, yacían extendidos los higos azucarados que en verano habían recogido mi abuelo y mis tíos en las viñas de “El Torrreón” y “Cuatro Vientos”, con ellos se alimentaba dulcemente a los animales. Olvidada en un recoveco hallé la cadena de “Tigre”, fiel perro con rayas pardas sobre el lomo, al que tuve el honor de bautizar con el beneplácito de los mayores y que tuvo una muerte digna del mejor romántico. Recorrió los dos kilómetros que separaban nuestra casa del huerto de “La Peluquera” y allí, junto al brocal del pozo, le encontró mi abuelo una tarde calurosa del mes de julio apaciblemente muerto.

Había más cosas en la buhardilla, muchas más cosas que mis recuerdos sitúan con perfección. Por ejemplo: la paja que servía de alimento a las borricas y que se comunicaba con sus pesebres mediante una tronera situada en el ángulo más oscuro del desván y que permanecía tapada con una lona por aquello de las goteras. Un mediodía soleado encontré un juguete de madera que semejaba un camión con sus ruedas perfectamente redondas que mi tío Luciano me construyó pacientemente cuando yo comenzaba a andar, conservaba el cordel del que yo tiraba para desplazarle.

La verdad es que aquella no era época de juguetes para comprar, los sustituíamos por juguetes que uno imaginaba. De esta manera, las fichas del dominó eran soldados reglamentariamente uniformados de los cuales el mando le correspondía al “seis doble”. Las cartas de la baraja de Heraclio Fournier, Vitoria, me servían para construir plazas de toros y cada uno de esos naipes tenía su cometido bien definido, verbigracia: Los “reyes” eran los matadores, las “sotas” los banderilleros, los “caballos” los picadores y mulillas y los “ases” acabaron siendo las barreras y las puertas del ruedo, ¡quién se lo iba a decir a ellos! En una vieja talega que no resistía ya el peso de las tarteras, guardaban mis tías las pinzas de la ropa que yo cogía las tardes de verano y las usaba para delimitar las carreteras que surcaban desafiantes mis héroes ciclistas de color amarillo, eran pequeñitos y de plástico pero matones. En el paroxismo de todo aquello las cajas de cerillas pasaron a ser camiones de gran tonelaje y la parte baja de los armarios se convirtieron al fin, en valles inaccesibles que sólo conocían mis soldados de goma.


En aquella especie de lazareto existía algo que provocaba en mí sensaciones muy por encima de todo lo demás: Era el tragaluz. Se destacaba desafiante en el lugar más alto del techo y podía abrirlo subiéndome sobre un tajuelo y regulando su abertura situando los agujeros de su mango en un grueso clavo. Aquel ventanuco fue apasionándome poco a poco. Pasaba las horas muertas observando el haz de luz que le atravesada yendo a parar su reflejo al suelo. Sin saber muy bien por qué esa brazada de sol me ponía en contacto con el cielo al recordar las películas religiosas en las que Dios llegaba, inexorablemente, después de aparecer un haz refulgente como ese. Los días de lluvia eran diferentes, me encaramaba sobre la banqueta para observar y escuchar el ruido del agua golpeando el cristal, lo subía y el agua se precipitaba nerviosa contra mi cara y mi pecho. Miraba las nubes y deseaba que la lluvia continuara durante toda la noche ya que estaba dispuesto, armándome de valor y aventura, a subir y contemplar todo aquel espectáculo en la oscuridad. Nunca tuve valor, como en tantas ocasiones a lo largo de mi vida, también me faltó en aquella ocasión para hacerlo. En mi ingenuidad el tragaluz me parecía que sólo estaba al alcance de los más pudientes, de aquellos que nunca llevaban pantalones remendados como yo. Esa claraboya me resarcía de miserias y en mis delirios mentales me ponía al nivel de la gente principal del pueblo. ¡¡Ahí es nada..!!

De todas aquellas elucubraciones me rescataba mi abuela cuando me llamaba a voces para comer o darme la merienda. Siempre decía lo mismo: “-No comprendo qué haces ahí tanto tiempo, hijo”. Ese desván existe aún en la casa de mi abuela en Cadalso. Cuando el tiempo y la vida acabe con todo ello, recogeré los restos amorosamente, como si de piezas de un rompecabezas se tratara, y lo armaré en mi otro desván particular, ése al que acudo en busca de algo que no existe para los demás pero que yo siempre acabo por encontrar.

Miguel MORENO GONZÁLEZ

2 comentarios:

  1. Que mágia especial producen los desvánes, en el mío tengo la suerte de pasar horas mirando mis recuerdos también como tú Miguel.
    gracias por tu escrito

    ResponderEliminar
  2. Leí (y vi las fotos) del bonito artículo de nuestro paisano Perico Habanero sobre el desván. Me recordó otro escrito sobre el desván de mi abuela de la Calle Carretas que te adjunto para que me digas que te parece.
    Gracias, Carlos. Es un placer maravilloso el tenerte como amigo.

    ResponderEliminar